Joseph Stiglitz
Cuando el president George W. Bush asumió el cargo, el grueso de los
descontentos con unas elecciones robadas se consolaron con esta idea:
dado nuestro sistema de controles y equilibrios políticos, ¿cuánto
dañó puede hacer? Ahora lo sabemos: mucho más de lo que podían
imaginar los peores pesimistas. Desde la guerra de Irak hasta el
colapso de los mercados crediticios, las pérdidas financieras apenas
resultan concebibles. Y detrás esas pérdidas aún hay que contar las
oportunidades perdidas, todavía mayores.
Tomados de consuno los dineros despilfarrados en la guerra, los
dineros despilfarrados en un esquema inmobiliario piramidal que
empobreció a los más y enriqueció a unos pocos y los dineros que se
esfumaron con la recesión, el hiato entre lo que podríamos haber
producido y lo que realmente produjimos fácilmente rebasará el billón
y medio de dólares. Piensen lo que habría podido hacerse con esa suma
para proporcionar asistencia sanitaria a quienes carecen de seguro
médico, para mejorar nuestro sistema educativo, para desarrollar
tecnologías verdes… La lista es infinita.
Y el verdadero coste de las oportunidades perdidas es todavía mayor.
Piensen en la guerra. Están, para empezar, los fondos directamente
asignados a ella por el gobierno (unos 12 mil millones de dólares
mensuales, y eso aceptando las estimaciones confundentes de la
administración Bush). Pero es que son mucho mayores todavía, como ha
documentado en su libro La guerra de los tres billones de dólares
Linda Bilmes, de la Kennedy School, los costes indirectos: las
remuneraciones que han dejado de ganar los heridos o los muertos o la
actividad económica desplazada (de, pongamos por caso, gastar en
hospitales norteamericanos a gastar en empresas nepalesas de
seguridad). Esos factores sociales y macroeconómicos podrían llegar a
montar más de 2 billones de dólares en el cómputo total de los costes
de la guerra.
Pero hay un haz de luz en esos negros nubarrones. Si logramos zafarnos
de la pesadumbre, si conseguimos pensar más cuidadosa y menos
ideológicamente sobre la manera de robustecer nuestra economía y hacer
de la nuestra una sociedad mejor, tal vez podamos adelantar algo en el
planteamiento y solución de los enconados problemas que venimos
arrastrando.
El déficit de valores.- Uno de los puntos fuertes de Norteamérica es
su diversidad, y siempre ha habido una diversidad de puntos de vista
incluso respecto de nuestros principios fundamentales (la presunción
de inocencia, el mandato de habeas corpus, el imperio de la ley). Pero
–o eso creíamos, al menos— quienes discrepaban de esos principios
constituían una pequeña franja marginal, fácilmente ignorable. Ahora
hemos aprendido que esa franja no es tan minúscula y que, entre sus
miembros, se cuentan el actual presidente y los dirigentes de su
partido. Y esa división en los valores no podía haber llegado en peor
momento. Percatarse de que podríamos tener menos en común de lo que
pensábamos puede dificultar la resolución de problemas que tenemos que
encarar juntos.
El déficit climático.- Con ayuda de cómplices como ExxonMobil, Bush
trató de persuadir a los norteamericanos de que el calentamiento
global era una ficción. No lo es, y hasta la administración ha
terminado por admitirlo. Pero no hicimos nada durante ocho años, y los
EEUU contaminan más que nunca; un retraso que pagaremos carísimo.
El déficit de igualdad.- En el pasado, aun si los que estaban abajo
recibían pocos, si alguno, de los beneficios de la expansión
económica, la vida se percibía como un sorteo equitativa. Las
historias de quienes se hacían a sí mismos eran parte de las señas de
identidad norteamericanas. Pero la vieja promesa de Horatio Alger
suena hoy falsa. La movilidad ascendente se ha hecho cada vez más
difícil. Las crecientes divisiones de ingreso y de riqueza han sido
reforzadas por una legislación fiscal que premia a los afortunados en
la azarienta lotería de la globalización. Destruida aquella
percepción, será todavía más difícil encontrar una causa común.
El déficit de responsabilidad.- Los reyezuelos del mundo financiero
estadounidense justificaban sus astronómicas remuneraciones apelando a
su pretendido ingenio para generar grandes beneficios, supuestamente
derramados sobre el país entero. Ahora, los reyes andan desnudos. No
supieron gestionar el riesgo; antes bien, sus acciones exacerbaron el
riesgo. El capital no fue correctamente asignado; se malgastaron
centenares de miles de millones, un nivel de ineficiencia mucho mayor
que el que la gente se ha acostumbrado a atribuir al Estado. Sin
embargo, los reyezuelos se largaron con centenares de millones de
dólares de los contribuyentes, de los trabajadores, y el conjunto de
la economía tuvo que pagar la cuenta.
El déficit comercial.- En el curso de la pasada década, el país ha
venido tomando préstamos a gran escala en el extranjero: sólo en 2007,
unos 739 mil millones de dólares. No es difícil descubrir por qué: con
un gobierno incurriendo en enormes deudas y unos hogares
norteamericanos sin apenas capacidad de ahorro, no había otro sitio
donde pedir. Los EEUU han estado viviendo de dinero y de tiempo
prestados, y ha llegado la hora del vencimiento. Acostumbrábamos a dar
lecciones de buena política económica a los demás. Ahora los demás se
parten de risa a nuestras espaldas, y de cuando en cuando, hasta nos
dan lecciones. Hemos tenido que ir a mendigar a los fondos soberanos
de riqueza (la riqueza excedente que otros gobiernos han acumulado y
que pueden invertir fuera de sus fronteras). Retrocedemos ante la idea
de que nuestro gobierno se haga con un banco, pero parecemos aceptar
de grado la idea de que los gobiernos extranjeros puedan convertirse
en accionistas de referencia de algunos de nuestros bancos más
emblemáticos, instituciones cruciales para nuestra economía. (Tan
cruciales, en efecto, que hemos dado un cheque en blanco a nuestro
Tesoro para rescatarlas.)
El déficit fiscal.- Gracias, en parte, a un gasto militar
desapoderado, en sólo ocho años nuestra deuda nacional se ha
incrementado en dos tercios, pasando de 5,7 billones a más de 9,5
billones de dólares. Pero, por espectaculares que resulten, esos
números subestiman por mucho las verdaderas dimensiones del problema.
Aún tienen que presentarse a cobro muchas facturas de la Guerra de
Irak, incluidas las que incorporan los costes de asistencia a los
veteranos heridos, y esas facturas podrían representar unos 600 mil
millones de dólares. El déficit federal de este año probablemente
añadirá otro medio billón a la deuda nacional. Y todo eso, sin contar
con los dineros desembolsados por la Seguridad Social y por Medicare
para asistir a los baby boomers.
El déficit de inversión.- Las cuentas del Estado son distintas de las
cuentas del sector privado. Una empresa que tome dinero prestado para
realizar una buena inversión verá su balance contable mejorado, y sus
ejecutivos serán aplaudidos. Pero en el sector público no hay balance
contable, y por lo mismo, demasiada gente se centra miopemente en el
déficit. En realidad, las inversiones públicas sabias proporcionan
retornos mucho más elevados que la tasa de interés que el Estado paga
por su deuda; a largo plazo, las inversiones ayudan a reducir los
déficits. Recortar esas inversiones es proceder al modo del ahorrador
de salvado y desperdiciador de harina, como pudo verse con los diques
de Nueva Orleáns y con los puentes de Mineápolis.
***
Más allá de la simple incompetencia, hay dos posible hipótesis para
explicar por qué los republicanos prestaron tan poca atención a la
creciente debacle presupuestaria. La primera es, sencillamente, que
confiaron en la teoría económica del lado de la oferta, en la creencia
de que, de uno u otro modo, la economía crecería tanto con unos
impuestos bajos, que los déficits serían efímeros. Esa idea se ha
revelado como lo que es, una ilusión fantasiosa.
La segunda hipótesis es que, permitiendo un déficit cada vez más
hinchado, Bush y sus aliados esperaban forzar una reducción del tamaño
del Estado. Lo cierto es que la situación fiscal ha llegado a cobrar
unas proporciones tan alarmantes, que muchos demócratas responsables
están comenzando ahora a hacerles el juego a los republicanos
empecinados en "asfixiar a la bestia pública", y llaman a un drástico
recorte del gasto público. Pero, preocupados como están los demócratas
por parecer demasiado tibios en materia de seguridad –y por lo mismo,
resueltos a considerar sacrosanto el presupuesto militar—, resulta
harto difícil recortar gastos sin cercenar las inversiones más
importantes para resolver la crisis.
La tarea más perentoria del nuevo presidente será restaurar el vigor
de la economía. Dado el volumen de nuestra deuda nacional, es
particularmente importante cumplir esa tarea de manera que se
maximicen los resultados de cada dólar gastado, al tiempo que se ataca
al menos uno de los déficits capitales. Los recortes fiscales
funcionan –si funcionan— incrementando el consumo, pero el problema de
Norteamérica es que padece un atracón de consumo; prolongar el atracón
no hará sino posponer la solución de los problemas más profundos. A
medida que los ingresos se desploman, los estados y los municipios
tendrán que hacer frente a restricciones presupuestarias, y a menos
que se haga algo, se verán obligados a recortar el gasto, lo que no
hará sino ahondar en el declive. A nivel federal, necesitamos gastar
más, no menos. Hay que reconfigurar la economía para adaptarse a las
nuevas realidades (incluido el calentamiento global). Necesitaremos
más trenes de alta velocidad y plantas energéticas más eficientes.
Esos gastos estimulan la economía, al tiempo que sientan las bases
para un crecimiento sostenible a largo plazo.
Sólo hay dos formas de financiar esas inversiones: aumentar los
impuestos o recortar otros gastos. Los norteamericanos de ingresos
altos pueden perfectamente permitirse pagar más impuestos, y muchos
países europeos han triunfado, no a pesar de tener una fiscalidad
elevada, sino precisamente por tenerla: es lo que les ha permitido
invertir y competir en un mundo globalizado.
Huelga decir que habrá resistencia al aumento de impuestos, de manera
que el foco de atención se moverá hacia los recortes. Pero nuestros
gastos sociales son ya tan esqueléticos, que hay poco que ahorrar. En
realidad, descollamos entre las naciones industrializadas avanzadas
por lo inadecuado de nuestras protecciones sociales. Los problemas,
por ejemplo, del sistema de asistencia sanitaria en los EEUU saltan a
la vista: resolverlos no es sólo cuestión de mayor justicia social,
sino también de mayor eficiencia económica. (Unos trabajadores más
sanos son unos trabajadores más productivos.) Y eso deja sólo un área
económica importante disponible para recortar gastos: la defensa.
Nuestros gastos representan la mitad de los gastos militares
mundiales, con un 42% de los dólares del contribuyente que se
destinan, directa o indirectamente, a defensa. Incluso los gastos
militares no bélicos se han disparado. Con tanto dinero gastado en
armamento inútil contra enemigos que no existen hay mucho margen para
incrementar la seguridad, al tiempo que se recortan los gastos en defensa.
La buena nueva en todo este horizonte de malas noticias económicas es
que nos estamos viendo obligados a morigerar nuestro consumo material.
Si lo hacemos de forma adecuada, eso ayudará a mitigar el
calentamiento global, y acaso contribuirá también a despertar la
consciencia de que un mayor nivel de vida también es más ocio, no sólo
más bienes materiales.
Las leyes de la naturaleza y las leyes económicas son implacables, y
no perdonan. Podemos abusar de nuestro medio ambiente, pero sólo por
un tiempo. Podemos gastar por encima de nuestros medios, pero sólo por
un tiempo. Podemos gorronear a cuenta de nuestras inversiones pasadas,
pero sólo por un tiempo. Ni siquiera el país más rico del mundo puede
ignorar las leyes de la naturaleza y las leyes económicas, si no es en
daño propio.
Joseph Stiglitz es profesor en la Universidad de Columbia, ganador del
Premio Nobel de Economía en 2001 y coautor de The Three Trillion
dollar War.