CAMBRIDGE -- ¿Cuando comprenderá China por fin que no puede acumular dólares eternamente? Ya tiene más de dos billones. ¿De verdad quieren los chinos permanecer sentados sobre cuatro billones de dólares dentro de otros cinco o diez años? Cuando el Gobierno de los Estados Unidos tiene la mirada puesta en los costos a largo plazo del rescate financiero, además de aumentar inexorablemente los costos de los subsidios, ¿no deberían preocuparse los chinos por una repetición de la experiencia de Europa en el decenio de 1970?
Durante los decenios de 1950 y 1960, los europeos amasaron una cantidad enorme de letras del Tesoro de los EE.UU. para intentar mantener unos tipos de cambio fijos, de forma muy parecida a lo que ha hecho China actualmente. Lamentablemente, la capacidad adquisitiva de los dólares de Europa se redujo en gran medida durante el decenio de 1970, cuando los costos de la guerra de Vietnam y un repentino aumento de los precios del petróleo contribuyeron en última instancia a un desastroso aumento de la inflación.
Tal vez los chinos no deban preocuparse. Al fin y al cabo, los dirigentes del mundo que acaban de reunirse en la cumbre del G-20 celebrada en Pittsburgh han dicho que adoptarán todas las medidas necesarias para impedir que semejante cosa vuelva a suceder. Un pilar fundamental de su estrategia de prevención es el de reducir los “desequilibrios mundiales”, eufemismo para referirse al enorme déficit comercial de los EE.UU. y los correspondientes superávits comerciales de otros países, en particular China.
La de que los dirigentes mundiales reconozcan que los desequilibrios mundiales son un problema enorme es una buena noticia. Muchos economistas, incluido yo, creen que la sed de capital extranjero que tienen los Estados Unidos para financiar su orgía de consumo desempeñó un papel decisivo en la formación de la crisis. El dinero barato procedente del extranjero alimentó una estructura reguladora y supervisora financiera ya frágil que, más que efectivo, lo que necesitaba era disciplina.
Lamentablemente, ya hemos oído a los dirigentes –en particular los de los EE.UU. – afirmar en momentos anteriores que reconocían el problema. En el período anterior a la crisis financiera, el déficit exterior de los EE.UU. estaba absorbiendo hasta casi el 70 por ciento de los fondos excedentes ahorrados por China, el Japón, Alemania, Rusia, Arabia Saudí y todos los países con superávits por cuenta corriente combinados, pero, en lugar de adoptar medidas efectivas, los EE.UU. siguieron engrasando las ruedas de su sector financiero. Los europeos, a los que se pedía que mejoraran la productividad y aumentasen la demanda interna, reformaron sus economías a un ritmo muy lento, mientras que China mantuvo su estrategia de crecimiento basada en la exportación.
Fue necesaria la crisis financiera para frenar el tren de los préstamos recibidos por los EE.UU.: el déficit de los EE.UU. por cuenta corriente se ha reducido ahora a tan sólo el 3 por ciento de sus ingresos anuales, frente a casi el 7 por ciento hace unos años, pero, ¿durará la nueva moderación de los americanos?
En el momento actual, en que el Gobierno de los EE.UU. intenta sacar a los mercados financieros un enorme 12 por ciento de los ingresos nacionales (1,5 billones de dólares, más o menos), los préstamos extranjeros seguirán siendo excesivos, salvo que hubiera un aumento repentino de los ahorros de los consumidores y las empresas de los EE.UU. De momento, el sector privado de los Estados Unidos cuenta con un superávit suficiente para financiar el 75 por ciento, aproximadamente, del voraz apetito gubernamental, pero, ¿cuánto tiempo durará la frugalidad del sector privado de los EE.UU.?
Cuando se normalice la economía, el consumo y la inversión se reactivarán. Cuando así sea –y suponiendo que el Gobierno no se apriete el cinturón de repente (no tiene un plan creíble para hacerlo)–, es muy probable que el apetito de fondos extranjeros por parte de los Estados Unidos reaparezca con fuerza.
Naturalmente, el Gobierno de los EE.UU. afirma que quiere frenar los empréstitos, pero, suponiendo que la economía tarde al menos uno o dos años más en salir de la recesión, resulta difícil ver cómo podrá cumplir su promesa de Pittsburgh.
Sí, la Reserva Federal podría endurecer la política monetaria, pero no se preocupará demasiado por la próxima crisis financiera, mientras se prolonguen las secuelas de la actual. En nuestro nuevo libro This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly (“Esta vez es diferente. Ocho siglos de locura financiera”), Carmen Reinhart y yo llegamos a la conclusión de que, si una enseñanza se desprende de las crisis financieras, es la de que sus secuelas tienen una larga cola.
Cualquier cambio real a corto plazo debe proceder de China, que será quien cada vez tendrá más que perder de un desplome del dólar. Hasta ahora, China se ha fijado en los mercados exteriores a fin de que los exportadores puedan lograr las economías de escala necesarias para mejorar la calidad y ascender por la cadena de valor, pero no hay razón, en principio, para que los planificadores chinos no puedan seguir el mismo modelo al reorientar la economía hacia una estrategia de crecimiento más impulsado por la demanda interna.
Sí, China debe fortalecer su red de seguridad social y afianzar los mercados internos de capital antes de que el consumo pueda despegar, pero, como el consumo representa el 35 por ciento de la renta nacional (¡frente al 70 por ciento en los EE.UU.!), hay mucho margen para que aumente.
Los dirigentes chinos comprenden claramente que su acopio de letras del Tesoro es un problema. De lo contrario, no estarían pidiendo públicamente al Fondo Monetario Internacional que proponga un substituto del dólar como divisa mundial.
Tienen razón para estar preocupados. Una crisis del dólar no está a la vuelta de la esquina, pero no cabe duda de que constituirá un enorme riesgo a lo largo de los diez próximos años. China no quiere quedarse con una bolsa de cuatro billones de dólares, cuando llegue dicha crisis. Corresponde a China ponerse a la cabeza del programa posterior a Pittsburgh.